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Docencia envidiosa, docencia canalla

Docencia envidiosa, docencia canalla

Fotografía: Helmut Newton. Edición y curaduría: Andrés Bucio

La envidia es la negación de uno mismo por la afirmación percibida —o falsa— de otro. La envidia es la forma más alta de traición que un ser humano puede consumar contra sí mismo. Contra el milagro espiritual y biológico que cada quien es. La envidia no alcanza ni siquiera a ser el nivel más bajo de autoconocimiento porque, para empezar, la envidia está siempre por debajo de la realidad. Al envidioso le urgen dosis fuertísimas de realismo que lo curen de su loca embriaguez.

A diferencia de la admiración sincera, que nos eleva, nos enaltece, y es disfrute del admirado, la pasión de la envidia nos esclaviza al resentimiento infeliz y torpe de lo que otros son y nosotros no podemos ser o tener, en circunstancias que no son las nuestras.

La envidia es mala en todas las personas y en todas las profesiones. Hay una profesión, sin embargo, en la que la envidia, —por su capacidad de transmisión a las generaciones siguientes — es particularmente vandálica y porcina: la docencia. En todos sus niveles, desde preescolar hasta la universidad.

La envidia entorpece y destruye de numerosas maneras el trabajo docente pero hoy solo deseo referirme a la que considero la forma más detestable de envidia por la malevolencia general que produce: aquella que hace que cada vez más docentes psíquicamente inestables deseen para sus estudiantes los mismos males, quebrantos, vicios, hundimientos, carencias, los mismos problemas y enfermedades mentales que ellos padecieron en su pasado.

En su bobo y mentecato intento —que siempre será fallido por ser un barril sin fondo— por desactivar la envidia que sienten hacia quienes no han padecido todavía lo mismo —es decir sus alumnos—, el profesor o profesora envidiosa, busca heredar las mismas carencias morales, materiales o afectivas, los mismos patrones vengativos de neurastenia y de perspectiva desairada de la realidad que ellos mismos experimentaron.

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En dos palabras: veo cada vez más docentes peleados y rivalizando con nociones y comportamientos básicos de nobleza y de generosidad, que son dos valores esenciales de la profesión magisterial y que todo aquel hombre o mujer que se dedique a ella debe practicar:

Un profesor no puede querer malas cosas para sus alumnos. Un profesor tampoco puede hacerse tonto sobre que aquello que es bueno o malo para sus alumnos, de la misma manera que un médico cirujano no puede querer la enfermedad y el dolor para sus pacientes, ni puede hacerse tonto tampoco sobre el significado del dolor y la enfermedad.

No porque le hayan tomado el juramento de Hipócrates, sino porque, en el caso de ambas profesiones, se va en contra de la ética y de la naturaleza de aquello que uno decidió ejercer.

Al punto: tenemos a cada vez más docentes que por razones ideológicas, buscan hacerse tontos sobre las diferencias entre lo bueno y lo malo, y en medio de ello abrir el boquete que les permita formar el nuevo relevo generacional de gente psíquicamente arruinada, amargada y de almas en pena que ellos mismos en su momento fueron.

El dolor del prójimo lastima, pero tratándose de la relación entre un adulto y un menor, el dolor del prójimo joven ocasionado por el dolor de otro prójimo viejo lastima aún más.

Prójimos viejos que no quieren hundirse solos en el foso sino irse bien acompañados de prójimos jóvenes. Prójimos que quieren arrastrar a los que van llegando, generaciones nuevas de alumnos prójimos, encaminándolas al barranco ideológico para que caigan en el también. Bandera igualitaria en mano.

Todo este fenómeno del profesor envidioso-canalla se ve además brutalmente magnificado por la cultura posmoderna digital y de la «posverdad» en la que vivimos, la cual insiste en que no hay verdades objetivas (qué para empezar no existen ya, ni la «objetividad» ni la «verdad») y que ningún estilo de vida —o sistema de valores— tiene porqué ser más «válido», «correcto», «mentalmente higiénico» o «deseable» que otro.

De manera que, a partir de ahora, mentalmente enfermos o mentalmente sanos, todos somos iguales y con los mismos derechos humanos exigibles. Y vaya que los exigen. Con la salvedad de que el que más chilla, más mama, y de que no es la gente más ecuánime la que está chillando más fuerte en estos momentos, sino la gente más ideológicamente perturbada. La gente mentalmente sana, no tiene tiempo para chillar, está distraída haciendo cosas mentalmente sanas.

Y dado que instituciones influyentes —y profundamente corrompidas— como la Sociedad Americana de Psiquiatría, han declarado que muchas cosas que antes eran patologías mentales y disforias, ahora ya no lo son, hay que estar preparados para sobrellevar el banderazo de salida de esta fiesta neurótica y carrera contra la vida que es la educación posmoderna y deconstruccionista, que no sabemos por cuantos años más tendremos que sobrellevar.

Tendremos —de esta manera— a la madre edípica / madre helicóptero / hiper-controladora / mamá de los pollitos, que se empeñará en corromper a sus alumnos y alumnas de primaria o preescolar para que a su vez se conviertan en padres edípicos / helicópteros / hiper-controladores / mamás de los pollitos, que a su vez…etcétera.

Y ahí tendremos también —otro ejemplo— a la maestra feminista de género radical, corrompiendo a niños, niñas y adolescentes como si fueran los hijos que ella nunca tuvo. Inculcando en ellos su torrente demencial de antivalores intelectuales y estéticos, disolventes de la personalidad y de la identidad de las nuevas generaciones de feministas/ feministos radicales enemigas de la biología, de la realidad y del ciclo de vida de los seres vivos.

Últimamente —por cierto— me veo forzado a preguntarme ¿existe diferencia cualitativa y en grados de criminalidad, entre una maestra feminista radical corruptora de menores y un pederasta?

Yo no la veo, si alguien la ve, por favor regáñeme y hágame ver cuán desorientado estoy. Después de muchas cavilaciones, he llegado a la conclusión de que la docencia feminista radical y de género debería estar tipificada como un delito contra la salud mental y contra la dignidad de la persona, en el código penal federal.

Tendremos ahí también —más ejemplos— a la madre soltera vuelta maestra, empeñada en conseguir que sus alumnos crezcan con el mismo sistema de antivalores más o menos corrupto que las convirtió a ellas mismas en madres solteras (que a diferencia de lo que algunas de ellas piensan, yo no veo la condición de madre soltera como un logro destacado, ni como una empresa heroica, sino como una idiotez irresponsable y como una especie de crimen contra el menor).

La madre soltera de hoy es —a diferencia de la de hace algunos años— un tipo de mujer más o menos «empoderada» (por Netflix, por las redes sociales, y por el sistema económico), más o menos «independiente», que toma decisiones más o menos «por sí misma» —más o menos a lo estúpido— sobre «su propio cuerpo».

Todo ello, al margen de todo pacto familiar y social, y al margen de todo pacto consigo misma para no convertirse en una persona irresponsable de la que luego tendrá que responsabilizarse toda la sociedad y todas las instituciones, excepto Netflix, que está en otro país y se lava las manos.

Y como ahora ser madre soltera es algo muy cool, woke, y empoderador antipatriarcal que los gobiernos posmodernos de izquierda y derecha financian y promueven, pues qué linda entonces, la maestra, empoderadora, transmisora de antivalores a niños y jóvenes en edad de envilecerse.

Por último, ahí tendremos también al profesor que adopta múltiples personalidades como modelo educativo —no bipolares, porque eso sería un desdoblamiento en tan solo dos personalidades—. Hablamos aquí del profe de «múltiples personalidades».

El día de ayer, a solicitud mía, una alumna nos hizo una relatoría en clase sobre lo que para ella fue, su profesor más querido en la preparatoria, aquel que más había admirado y encontrado inspirador:  el profesor Armando.

Ya sabía de la existencia de este fenómeno en otros países, pero ahora cuento con la evidencia directa que verifica su presencia en México: el profesor Armando es un profesor-actor posmoderno, «deconstruido», que en distintos momentos a lo largo del semestre escolar adopta distintas personalidades:

Armando se disfraza, habla, se comporta, y da clases de acuerdo a —según la relatoría de la alumna— por lo menos cinco personalidades ampliamente contrastantes: «El profesor Gay», «El Profesor Empresario», «el Profesor Cupido, «El Profesor Pirata», «El Profesor Cholo». 

Al hablar, la alumna no cabía dentro de sí de lo «encantada» que debio haber estado con su profesor Armando. Aunque ella se mostró taciturna y dudosa al momento de que se le preguntó si ella como profesora seguiría la ruta didáctica de Armando, lo que sí me quedó claro fue el impacto psicológico que esta persona ocasionó en el carácter y los valores de esta alumna, y muy probablemente en el de muchos de los alumnos de esa preparatoria.

Me pareció interesante, repito — y también revelador— que la alumna titubeara ante la pregunta de si como profesora ella practicaría el modelo cuasi-esquizoide de múltiples personalidades de Armando (perdón que no sepa yo caracterizar debidamente este comportamiento a nivel clínico).

El titubeo indica quizás que, aunque hayan sido clases muy divertidas, la misma alumna intuye —aún sin tener palabras para explicarlo con precisión— que hay algo sospechoso, algo que no anda muy bien con el modelo educativo del profe Armando. Quizás la «voz de su conciencia» le avisó sobre posibles riesgos, peligros, o situaciones no deseables con ese tipo de comportamientos en un profesor: algo que no necesariamente merece ser emulado, imitado, o reproducido. No es para menos, en tiempos en los que la sobriedad ha sido convertida por la cultura chatarra, en un valor practicado solo por idiotas.

Otra posibilidad —también interesante— es que la alumna no haya creído tener la versatilidad, el histrionismo y la capacidad de desdoblamiento esquizoide de Armando como para seguir sus pasos. Es posible que lo haya admirado tanto en su momento, que en hoy o en un futuro, ella se sentiría incompetente tratando de imitarlo.

A lo cual yo respondería que, naturalmente: que solo un hombre homosexual podría practicar semejante estilo de docencia; excomulgando al resto de los profesores de la nueva religión que él ha creado entre los alumnos. Creando las condiciones para que sea ahora el mundo quien lo “envidie” a él y no Armando al mundo.

Por desgracia para el profesor Armando, las cosas no son así de sencillas: ningún padre de familia en pleno uso de sus facultades mentales desearía para su hijo que de grande fuese gay de la misma manera en que desearía que fuese bombero o doctor. Porque, como todo estudiante de secundaria lo sabe, «no es lo mismo…los huevos de la araña, que aráñame…etcétera».

Más allá de la diversión y del entretenimiento que les procura, me pregunto si el profesor Armando realmente quiere el bien de sus alumnos. Queda incluso la duda de bajo qué premisas y condiciones piensa este profesor sobre lo que es bueno para los alumnos en el largo plazo, no para sí mismo en el corto.

¿Cuál sería la calidad de una conversación con el profesor Armando sobre lo que podríamos entender por «el bien de los alumnos»? Para mí el bien, tiene que ver con educarlos para una realidad alineada con la vida y una mente alineada con la realidad, no alineada con la muerte o con la diversión como un fin en sí mismo.La envidia y la generosidad son necesariamente antagónicas e irreconciliables. Si queremos profesores generosos que quieran un futuro viable y alegre para los jóvenes, debemos empezar por un acto de honestidad personal que exhiba claramente para los demás el lugar que ocupa cada quien dentro del sistema de valores que por ahora todavía nos da cohesión como sociedad:

¿Estamos en el centro de ese sistema?, ¿en la periferia?, ¿en los arrabales del sistema de valores que aún da cohesión a la sociedad? No he encontrado evidencia, ni como profesor, ni como servidor público, ni como filósofo de la ciencia, de que:

a) una sociedad educada para «múltiples sistemas de valores» radicalmente distintos e irreconciliables entre si, que además…

b) …pretenda quedarse sin un modelo social capaz de reemplazar eficazmente a la célula familiar tradicional (por eficazmente se debe entender: a todos los niveles del desarrollo material y psíquico de la persona) …

c) …sea también una sociedad capaz de sobrevivir sin pagar cuotas altas de violencia, infelicidad y desorden.

¿Conclusión? No importa que tanto disfrace de “alegría” o de “amor” su propensión a la envidia, una persona que es consciente de su propensión encubierta y secreta a la envidia y al resentimiento hacia los alumnos y hacia la sociedad, debe renunciar, o al menos posponer, la idea de dedicarse a la docencia canalla. La sociedad debe, por su parte, amablemente impedírselo, al menos por un buen rato, en lo que se mejora.

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