Nunca dejará de sorprenderme la capacidad que tiene el prejuicio para mantenerse vivo. Parece capaz de injertarse y proliferar incluso en contextos radicalmente antagónicos. Esto sin duda es cierto para casi todo tipo de prejuicio, pero en esta ocasión lo traigo a cuento por algo más bien concreto. Recuerdo que hace unos diez años era bastante común que en los foros de discusión en línea o, incluso, en redes sociales o las secciones de comentarios de los periódicos, hubieran opiniones que sistemáticamente llamaban a eliminar las materias de humanidades y artes de los currícula.
En sus formas más extremas estas posiciones solían sostener que era una pérdida de tiempo el dedicarse profesionalmente ya sea a las artes o a las humanidades. En esa época muchas de estas opiniones apelaban a un productivismo que claramente hipostasiaba una visión neoliberal de la educación. Para estas personas, las artes y las humanidades eran inútiles por improductivas.
Diez años han pasado y curiosamente hay ahora en esos mismos foros opiniones que básicamente sostienen el mismo punto de vista; a saber, que las artes y las humanidades son inútiles y que deberíamos quitarlas de los currícula. Y, si bien la posición anterior no ha desaparecido, en la actualidad a ella le acompaña una suerte de doppelgänger de “izquierdas”.
Me refiero así al hecho de que no es infrecuente encontrarnos con partidarios radicales de la austeridad y de la aparentemente muy deseable tesis de que la educación, en especial la educación pública, deber estar orientada al servicio de la gente. Educación para el pueblo, sería el eslogan del momento. Tristemente, para muchas de estas personas esta afirmación se traduce en que toda actividad académica que no redunde con claridad e inmediatez en beneficios para “el pueblo” es por ende inútil y superflua. Contraria pues tanto a la austeridad como a la idea de que la ciencia debe necesariamente beneficiar al pueblo.
Me ha tocado, por ejemplo, escuchar a personas que consideran que la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM debería de cerrarse y que todo su presupuesto debería de ser transferido a escuelas o facultades “más útiles” como pudieran ser las de ingeniería, química, medicina o derecho. Sobra decir que de igual manera he escuchado a personas que consideran que el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) no debería financiar a las humanidades –pues no sirven para nada, se nos dice–. Hay quienes incluso han calificado a colegas que se dedican a la filosofía, los estudios literarios y culturales o a la historia misma de “zanganos y vividores” que viven del erario sin hacer realmente nada por “el pueblo”.
No me malentiendan. Estoy fundamentalmente de acuerdo con la aseveración de que las academias deben contemplar entre sus fines y valores la atención de las necesidades humanas. Y que dicha atención debe hacerse bajo una óptica democrática, equitativa, justa y que no opere bajo los imperativos ni del mercado ni del capricho político. En ese sentido, entiendo el malestar de quienes se preguntan qué es lo que se hace con el presupuesto público que se destina a la investigación o a la educación.
Empero, lo que me conflictúa es que una preocupación legítima termine por reforzar un prejuicio productivista y claramente neoliberal. No uso este último término de a gratis ni porque sea la muletilla del momento. Lo empleo en el sentido que le da la filósofa Wendy Brown cuando afirma que uno de los rasgos más sobresalientes del neoliberalismo es su capacidad para exportar la racionalidad del mercado a prácticamente todo otro ámbito de la vida. Brown señala cómo hoy en día la gente se “gestiona” a sí misma como si fuera la más mínima de las microempresas; señala así también que hoy la racionalidad del mercado opera en el derecho, la salud pública y, desde luego, la educación.
La gran ironía es que la mejor defensa de las artes y de las humanidades se encuentra precisamente en su capacidad de revelarnos las racionalidades implícitas que han venido a gobernar diversos aspectos de la vida. De igual manera, tanto las artes como las humanidades nos proponen alternativas que dignifican la vida y que, en cualquier caso, hacen de la vida algo que vale la pena.
En ese sentido, solamente me queda invitar tanto a quienes creen que las artes y las humanidades no sirven para nada pues son improductivas, como a sus contrapartes de izquierda, a que reflexionen acerca de cuál es la vida que desean vivir, cuál es la vida que merecerían vivir y cuáles son los obstáculos que les impiden vivirla de ese modo. Ese ejercicio, más que ningún otro, les revelará la pertinencia de las artes y las humanidades.
Ningún gasto que dignifique la vida es superfluo. Y, sin duda, tampoco es superfluo apoyar saberes que se enfocan en sectores históricamente relegados. Quizás haya gente que diga que primero viene “el gran pueblo” y no las minorías pero esto es sin duda una tremenda falacia porque si el pueblo es algo más que un significante, entonces es ante todo la suma de los olvidados.