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La Universidad como Santuario

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Las universidades, quizás de manera romantizada, suelen pensarse como un refugio de las ideas. Solemos exaltarlas casi de la misma forma en que lo hacemos con las bibliotecas, es decir, las describimos como lugares particularmente importantes pues allí están depositados los conocimientos de nuestras sociedades. Casi podríamos decir que estamos ante templos laicos donde lo que se atesora es el saber y no otra cosa.

Esta valoración refleja a un mismo tiempo un privilegio que se le otorga a cierto tipo de saberes, usualmente las ciencias, por su carácter metódico y sistemático. Esto ocurre mientras, de manera simultánea, se pasa por alto que en nuestra cotidianidad hay un sinnúmero de conocimientos tácitos que pocas veces valoramos. De igual manera, esto suele dejar de lado saberes que son reducidos a meras anécdotas o mitos, normalmente aquellos que son propios de sujetos no occidentales o de sujetos subalternizados.

Menciono lo anterior porque aquello que decidimos valorar como conocimiento, aquello que nos parece particularmente importante como para resguardarlo, tiene desde luego una contraparte algo menos romántica: hay también una valoración de lo que no se considera atesorable ni digno de ser resguardado. Es decir, tanto en el caso de una biblioteca como en el de una universidad, hay una materialización de una frontera que es tanto política como epistemológica. En otras palabras, lo que se resguarda no solamente refleja un juicio sobre los méritos intelectuales de estos contenidos sino también una historia política de los sujetos a los que se considera arquitectos del conocimiento.

Paradójicamente, hay ocasiones en las cuales las universidades y sus bibliotecas atesoran conocimientos –al punto incluso de deificarlos y colocarlos como parte de algún canon, sea éste científico o humanístico– que sí provienen de tradiciones o espacios distintos a los de los saberes hegemónicos de occidente. Se almacenan, por ejemplo, literaturas o saberes no occidentales o incluso conocimientos articulados por comunidades subalternas, sean éstas comunidades de migrantes, personas racializadas o de las diversidades sexuales y de género.

Pero, tristemente es común que en casos como éstos lo que se resguarda es un conocimiento cuyo nexo con los sujetos que lo produjeron está ya roto. Atendemos de este modo a una de las facetas menos luminosas de estos templos del saber: su colusión con un extractivismo de saberes que, si bien hará posible que estos últimos se resguarden, implica también un olvido sobre las personas que lo engendraron.

Todo esto lo planteo por una razón que no es meramente anecdótica. Históricamente las universidades no han estado abiertas a todas las personas. Sin duda que hoy no lo están. Ni siquiera en el caso de las así llamadas universidades públicas hay genuinamente un acceso universal. En las universidades, incluso en las públicas, hay una sobre-representación en términos estadísticos de los diversos grupos que por una u otra razón tienen algún privilegio.

Como espero que quede claro, esto implica que las universidades son también aduanas y no solamente de saberes sino de personas. Quizás habrá quien diga que esto es inevitable y que por diseño no hay otra opción más que ésta; habrá quien diga que finalmente no todo es igualmente valioso. Mi intención en este texto no es sin embargo el sostener una controversia como si yo creyese que cada ser humano debe tener un doctorado o que en cada pluma hay un Cervantes. Eso sería absurdo.

Lo que busco señalar es mucho más pedestre. A saber, que esa visión romántica de la universidad como templo del saber, como santuario de las ideas, esconde y oculta exclusiones y marginalizaciones. Que no sorprenda, por tanto, que muchas de nuestras universidades estén hoy siendo fuertemente interpeladas por aquellas voces que nunca han tenido un lugar en ellas. Quizás tengamos que re-imaginarlas, no ya como templos de un saber descarnado, sino justamente como santuarios de personas que desean pensar. Santuarios pues para las personas pensantes antes que para las ideas abstractas.

Siobhan Guerrero Mc Manus

 

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