Hace unos pocos días caminaba con mi padre y él me planteó dos preguntas que me parece pertinente compartir con la audiencia. En primer lugar, él quería saber si la nueva ley de ciencia y tecnología era en efecto tan mala como se dijo en diversos medios de comunicación y como también afirmaron algunas personalidades destacadas de la ciencia mexicana. En segundo lugar, a mi padre le parecía sorprendente por qué tan pocas voces académicas apoyaban a grupos como ProcienciaMx si, como se ha sostenido, la política en materia de ciencia y tecnología ha sido tan desafortunada a lo largo de este sexenio.
Comparto en las siguientes líneas un breve resumen de lo que le respondí y que, más que una valoración sistemática de la ley es un diagnóstico de los enormes silencios que guarda la inmensa mayoría de académicos.
Dicho esto, abordemos pues la cuestión de si la nueva ley de ciencia y tecnología es tan mala como se ha reportado. Para responder a ello, lo primero que querría señalar es que una parte importante de la prensa simplemente desconoce lo que es el actual Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología ya que no faltaron periodistas que se concentraron en la inclusión de las humanidades como parte del nuevo nombre que tendrá el CONACyT. Muchos de estos periodistas expresaron extrañeza por dicha inclusión, suponiendo que ello era como mezclar agua y aceite.
Desde luego, quienes afirmaron esto revelan su absoluto desconocimiento y no únicamente de la normativa actual en lo que a la ciencia y la tecnología refiere sino también a lo que son las propias humanidades. Sorprende en ese sentido que haya quienes confunden a las bellas artes con las humanidades. Vale por tanto la pena aclararles que cuando hablamos de humanidades nos referimos a disciplinas como la filosofía o la crítica literaria. Dichas disciplinas siempre han estado incluidas en el CONACyT y lo que se hace ahora es simplemente hacerlas visibles pues históricamente han sido consideradas prácticas epistémicas de segunda. Podemos por tanto concluir que esta crítica es de las menos relevantes de las que han sido expresadas.
Ahora bien, hay una segunda crítica que es mucho más profunda e interesante. Ésta versa sobre el espinoso tema de cuál política científica es la que se debe impulsar en un país como el nuestro. Esta cuestión incluye el debate en torno a la centralización del poder y la toma de decisiones que se propone en la nueva ley, aunque no se reduce solamente a estos puntos. Esto es particularmente claro en tópicos como los fideicomisos, las críticas del presidente a las academias y la vinculación de la ciencia y la tecnología con el sector productivo.
Por ejemplo, los críticos de la actual administración señalan que la ciencia requiere de estabilidad presupuestaria ya que hay muchos proyectos que llevan años en desarrollarse y resultaría absurdo someterlos a los vaivenes del presupuesto que año con año se le asigna a la ciencia. De allí que afirmen que la estabilidad tanto de la ciencia como de las instituciones requiriese de alguna figura que garantizase tales fondos. De igual modo, sostienen que, tanto para evitar la fuga de cerebros como para fomentar la llegada de nuevas generaciones, es necesario garantizar la estabilidad laboral y la existencia de plazas de investigación con salarios competitivos. Si alguna de estas dos condiciones no se cumple lo más probable es que las juventudes opten por dedicarse a profesiones que les ofrezcan mayor estabilidad y certeza financiera; por otro lado, no será infrecuente que la fuga de cerebros se incremente cuando la ciencia está sistemáticamente bajo ataque y en la incertidumbre financiera.
Así también, los críticos de la actual administración enfatizan que los vínculos con el sector productivo son fundamentales si queremos que la ciencia y la tecnología sean un motor de desarrollo para el país. Para quienes sostienen esta posición no solamente no es inmoral el darle apoyos a grandes corporativos, sino que ello es fundamental para que la ciencia hecha en México detone industrias locales.
Sin embargo, si bien muchas de estas políticas públicas tienen sentido en el papel, también es verdad que en muchas ocasiones el apoyo a tales empresas no se tradujo en la creación de más puestos de trabajo ni tampoco en el desarrollo de tecnologías que beneficiaran claramente a los contribuyentes. En ese sentido, es necesario reconocer que la cuestión de cuál es la política científica que necesita México amerita una discusión que vaya más allá de la defensa o la crítica de la postura que hoy es hegemónica.
Finalmente, si bien la actual administración del CONACyT ha negado que la nueva ley imponga una agenda de investigación de cualquier tipo o que castigue el disenso en cuestiones vinculadas con temas de interés nacional, lo cierto es que hay una serie de modificaciones que justifican las preocupaciones de quienes temen que las propias comunidades vayan a ver su agencia sumamente limitada ante el propio CONACyT.
Cabría recordar, en ese sentido, que la administración de dicho organismo se asume heredera de movimientos como Science for the People. Esto explica el énfasis que se le da a la idea de una ciencia comprometida con el pueblo y al servicio de lo que éste necesita. Explica asimismo la enorme crítica a la creación de un complejo industria-academia. Sin embargo, lo que parece olvidárseles a las propias autoridades del CONACyT es que una tesis fundamental de aquellos movimientos de la década de los 1970 era justamente la difusión del poder y la descentralización de la toma de decisiones.
En este punto puede argumentarse que lo que busca la actual administración es acabar con viejas elites que tomaban decisiones sin necesariamente ser representativas del grueso de las academias. Hay algo de cierto en ello, empero, lo que parece construirse no es una opción más democrática sino un tipo distinto de verticalismo. Si esto es cierto, entonces estamos todavía lejos de poder siquiera imaginar una política científica que esté a la altura de lo que este país necesita.
Pasando ahora a la segunda cuestión, esto es, a la extrañeza que puede producir el hecho de que un número importante de colegas guarden silencio y opten por no opinar públicamente sobre esta controversia. Sobre esto yo quisiera señalar tres puntos. En primer lugar, creo que hay muchos académicos que están insatisfechos con la actual política científica del país y que optan por guardar silencio para no entrar en confrontaciones con el gobierno. Básicamente son cautos pues hay suficientes antecedentes para irse con cuidado. Pensemos en ese sentido en el CIDE o incluso en el Instituto de Ecología. Tanto en un caso como en otro ha quedado claro que la 4T está dispuesta a intervenir en la vida colegiada de las instituciones cuando considera que éstas exhiben claros tintes neoliberales o empresariales. Así, no es una sorpresa que una parte de la academia simplemente agache la cabeza e intente seguir adelante sin llamar la atención. Después de todo, no toda voz crítica contará con el aval del Colegio Nacional o una serie de sociedades científicas internacionales que le permitan opinar sin medio a retaliaciones.
Evidentemente la prudencia no es la única razón que explica este silencio. Un segundo motivo es la falta de apoyo por parte de otros sectores o movimientos sociales. Históricamente se ha percibido a la academia como un espacio de privilegio, una torre de marfil, que le ha dado la espalda a la realidad nacional. Si bien esta imagen simplifica enormemente la complejidad de nuestras academias, lo cierto es que no se han sabido construir puentes con otros espacios para que sirvan de apoyos en un momento como el actual. Quizás el ejemplo más claro de esto lo encontramos en la falta de interés de los movimientos estudiantiles que parecen ajenos a todo lo que hoy ocurre con la política científica del país; de nuevo, esto es explicable por las razones ya esgrimidas, pero va a traducirse en que no haya resistencias a algunas de las políticas de austeridad que esta administración está impulsado. Evidentemente esto generará que haya aún menos espacios de investigación para las generaciones futuras.
Finalmente, el silencio se explica no solamente por el miedo o el desinterés sino también por la existencia de una diversidad de posiciones al interior de las academias que rebasan en gran medida las posturas tanto del CONACyT como de sus detractores más visibles. En ese sentido, sospecho que hay una gran cantidad de académicos que están insatisfechos con la actual administración pero que de ninguna manera están dispuestos a defender una ciencia “libre de adjetivos”. Conozco muchas personas que se dedican a las humanidades críticas y que consideran que hablar de una ciencia objetiva y libre de adjetivos implica simplemente ignorar un siglo de resultados producidos por la filosofía, la historia, la sociología y la antropología de la ciencia. Para decirlo llanamente, para este sector hablar de una ciencia sin adjetivos es anti-científico pues implica postular una visión ideológica de los propios saberes que lleva a desatender, por un lado, las intromisiones que sí se han dado y que en muchas ocasiones han implicado la subordinación de las ciencias a intereses no epistémicos.
Por otro lado, quienes suponen que la intromisión de valores se traduce necesariamente en falsedades trivializan las prácticas científicas pues tales intromisiones no necesariamente afectan la adecuación empírica de una representación, sino que pueden, por ejemplo, llevar a que ciertas preguntas no se aborden, a que ciertos estándares evaluativos no se cuestionen o que ciertas líneas de investigación se abandonen. En ese sentido, defender una ciencia sin adjetivos aliena a una parte importante de la academia de ciencias sociales y humanidades y con ello resta apoyos potenciales a quienes buscan replantear la política científica imperante.
Evidentemente hay también un sector –y no menor– que recuerda los abusos de administraciones anteriores y apoya los cambios que prometen alejarnos de los vicios del pasado. Dicho sector no va a ver con buenos ojos a ninguna propuesta que no reconozca tales errores y eso es algo que no debería perderse de vista.