Lo terrible, inquietante y prohibido procura un verdadero diálogo público.
El arte es y necesita seguir siendo una actividad sincera y provocativa, pues su involuntaria sumisión al pudor moral y la censura suponen su perdición. El arte que transgrede e inquieta nos fuerza a observar e interpretar el mundo. He aquí donde reside su valioso poder de interpelación más allá de la conmoción que nos provoca. Salvaguardar su incursión en el espacio público es de gran importancia.
Hace unos meses fui a la exposición Daniel Lezama: Vértigos de Mediodía, en el MAM. En ella, quedé sorprendido ante la obra La Venus, Rebel; un cuadro en donde se exhibía a una niña, desnuda, sobre un carro dentro de un taller
mecánico. Me percaté de que ciertas personas evadían con su mirada la pintura o la pasaban rápidamente sin ponerle mucha atención. La incomodidad de sus rostros me resultó interesante.
Si bien no todas las personas reaccionaron igual, resulta significativo lo que esta obra de arte pudo provocar en ellos. Ejemplo de esto es que, me enteré después, que en redes sociales se generó un pequeño debate: se argumentaba que, en un país marcado por la violencia y abuso en contra de mujeres y niñas, obras artísticas como esta parecían dañar más que favorecer al espectador; se sugería que debían ser removidas o no promocionadas.
No considero esto cierto y, en cambio, ilustra dos valores del arte provocativo como este. Por un lado, rescata al arte de su propia banalización. Pocos se tomaron fotos con aquella pintura: el hecho de que fuera una imagen que quizás no se quería compartir en redes sociales –o con algún conocido–, me parece, alimenta una sana cultura de la abstención social. Esto es, de la necesidad de fotografiar y compartir todo el arte que contemplamos.
Por otro lado, el arte que provoca y transgrede posibilita una conversación que va más allá de las noticias, la recolección de datos y estadísticas que, lastimosamente, algunas veces logran insensibilizarnos. Mientras que en otros espacios nos limitamos a los hechos, en el terreno del arte podemos cultivar nuestra sensibilidad y ejercitar la interpretación. En este lugar podemos observar y reflexionar sobre el hecho de una manera más íntima.
La obra de arte como interpretación o representación de un hecho no atenta contra la gravedad de la situación ni la minimiza, sino que funciona como el primer paso para reconocer su humanidad: en otras palabras, su capacidad para interpelarnos más allá de la conmoción que nos provoca. El arte que transgrede es quizás el que mejor lo logra frente a los temibles, inquietantes y perturbadores hechos a los que nos enfrentamos.
La búsqueda de censura contra este tipo de arte, desde el espacio público, tiene el efecto de denigrar no sólo al arte, sino al espacio que lo juzga también. Al imposibilitar una conversación mediante la obra, impiden el cultivo de la sensibilidad humana y el fructífero diálogo que surge desde su interpretación. Procuremos no ignorar ni evadir con la mirada expresiones como esta que tanto nos pueden decir sobre los hechos del día a día.